La actividad de los neveros artificiales es conocida desde tiempos de los romanos (200 a. C.), pero su gran desarrollo tuvo lugar entre los siglos XVI y XIX, y caen en desuso con la invención de las máquinas frigoríficas. Hasta ese momento la conservación de alimentos se realizaba gracias a la salmuera, los adobos, las conservas o el aprovechamiento de la nieve. La nieve también era utilizada en otros usos terapéuticos, tales como rebajar la temperatura en los procesos febriles, en epidemias del cólera, anti-inflamatorio, traumatismos, etc…
El Reino de Valencia fue uno de los principales consumidores de hielo de España. Desde el puerto de Alicante se exportaba nieve a Ibiza y el norte de África. La progresiva implantación de fábricas de hielo a partir de 1890 en diversas ciudades fue dejando de lado la red de neveros artificiales. Hasta entonces se aprovechaba un recurso natural de manera sostenible, en la que en épocas de grandes nevadas se llenaban las montañas de jornaleros. Así, está documentado que: “los días 5 y 6 de marzo de 1762, unas 1.000 personas y 700 caballos se esforzaban en el Carrascal de la Fuente Roja y el Menejador”, sierra que vamos a visitar.
Para la producción de hielo, cortaban la nieve con palas y la llevaban a los pozos de nieve, donde la prensaban para convertirla en hielo, así se disminuía su volumen y se conservaba más tiempo. Después se cubría con tierra, hojas, paja o ramas formando capas de un grosor homogéneo.
En verano, se cortaban bloques de hielo que eran transportados a lomos de bestias de tiro durante la noche hasta los puertos y núcleos urbanos más cercanos, donde eran comercializados. Los neveros (trabajadores de la nieve) trabajaban en condiciones de frío intenso acumulando la nieve en los pozos. A principios del siglo XX, con la aparición de la producción de hielo en forma industrial y, posteriormente con la popularización de los frigoríficos domésticos, las viejas neveras (llamadas así porque se usaba la nieve) desaparecieron.